jueves, 22 de mayo de 2008

Ejercicio de Memoria

Por el Dr. Carlos Blanc

En homenaje a Aparicio, “Chiquito”, Villanueva, y a todos los blancos que ofrendaron su vida al servicio honesto de la causa pública.

“¡Arriba, muchacho,
que las ocho son,
y ahí viene Saravia
con su batallón…!”


El ruido, lejano, parecía empezar a sacudir el suelo. Una especie de rumor sordo pero creciente que de a poco se iba identificando con el golpetear de cascos, quebraba la placidez de una mañana que recién se iniciaba. Venían a un trote corto para acompasar a muchos de a pie y tratando de cuidar las patas de las numerosas piedras que parecían como regadas en el campo. En el horizonte, confundida entre los vapores de la helada todavía resistente a levantarse, la montonera se anunció por el polvo que carretas, carros y caballería arrancaban a su paso. Quien tuviera el riesgoso privilegio de verla venir, difícilmente podría olvidar y sobreponerse del impacto de la imagen: el conjunto apareció de pronto, por la parte más alta de la cuchilla, como quien viene de Cabellos rumbo a las puntas del Arapey. Alrededor de seis mil hombres, más amontonados que encolumnados que, sin embargo, parecían moverse serpenteando, como si un misterioso lenguaje común sin palabras ni gestos, los guiara, como si los caminos secretos de llanuras, montes, cerros y cañadones, estuvieran ya inscriptos en el código de su memoria.

Visto de cerca, el cuadro era aún más sobrecogedor. Los jinetes, con sus cabezas inclinadas para que el ala del sombrero evitara el sol de frente, mostraban sus rostros, bronceados y curtidos por las privaciones, cubiertos de polvo. Por indumentaria lucían viejas y gastadas chaquetillas militares algunos, ponchos otros, bombacha y chiripá, la mayoría. Por armamento, algunos máuseres y mannlicheres, unos pocos remingtons y un montón de lanzas de media luna o algún solitario hierro agudo bien atado en la punta de la tacuara: un ejército gaucho. Cabalgaban serios, casi hoscos, la mirada con traza fiera; apenas se podía escuchar alguna que otra frase corta, seca, restallante, una orden que sonaba como un disparo, un grito breve de tono enérgico dirigido a mejorar el ritmo de las carretas. Atrás, bien resguardado desde la derrota de Daymán, viene el parque, las carretas con municiones y enfermos, la caballada.

Esa forma de marchar, desorganizada y a la vez decidida parecía, sin embargo, ceñirse a un plan cuidadosamente meditado. Si se lo observaba más detenidamente se advertía enseguida la clave; cualquiera que viviera por esos años al Norte del Río Negro, se habría dado cuenta de inmediato de que se trataba del ejército de Aparicio Saravia que, rodeado por un grupo selecto de oficiales de confianza, leales hasta la muerte, venía al frente, como siempre. De todos los que marchaban nadie más que él conocía el rumbo, pero ninguno se planteaba siquiera preguntar, todos confiaban en el “Cabo Viejo”. Algunos porque lo conocían de patriadas anteriores, de cuando cabalgaba al lado de “Lanza Seca”, el guerrero argentino al servicio de Timoteo Aparicio, en la revolución del 69; otros porque veteranos de la del 97, habían oído el clarín del negro Camunda y saltaron sobre el caballo para acompañarlo; otros porque eran sus hijos, hermanos o parientes; unos pocos porque trabajaban para él en Cerro Largo; los más porque el que iba adelante era Aparicio y eso bastaba. A él se le entregaban, sin condiciones, almas y cuerpos; a su llamado habían sacrificado su pasado, hipotecado su presente, atenidos a un solo futuro que algunos llevaban escrito en una divisa que rodeaba sus sombreros y les latía en el corazón: “Por la Patria”. El General quería firmar la paz en Rivera desde posiciones de fuerza y hacia allá iban, por más que el destino les reservaba en el camino entre balas y lanzazos, ayes y lamentos, carajeadas y puteadas, el heroico barullo del entrevero, ahí nomás, en el triple límite de Salto, Artigas y Rivera: el marco de Masoller.

A no más de tres leguas de allí y a la misma hora de aquel primer día de setiembre, una pequeña carretilla se ponía en marcha. Aparicio Da Costa Porto había ordenado la noche anterior que su mujer, Isidora, que estaba en el caserío de Charqueada, agrupara a sus hijos y saliera de la zona de guerra, riesgosa por los atropellos de ejércitos no del todo disciplinados. Había que salir temprano, porque el ejército de Vázquez venía hacia el Norte y por el Sur se anunciaba Galarza, lo que hacía inevitable la trompeada con “Saraiva” no muy lejos de allí. Cuando tres ejércitos marchan a la lucha más vale no andar cerca. Era preciso evitar la leva de los gurises, que todavía no estaban para esos trotes y dejar que bajaran o quemaran los alambrados, carnearan a gusto y requisaran caballos. Lo prioritario era poner a resguardo a las mujeres de los atropellos de gente arisca, con vocación de juicio sumario, que no siempre se sujetaba al rigor militar, fuera cual fuera el color del uniforme, si tenía, que llevaba puesto. El viaje sería difícil porque el Arapey y los arroyos vecinos estaban hinchados pero Isidora, chinita de figura pequeña y grácil, de rostro oscuro de tanta herencia y tanto sol, estaba acostumbrada a afrontar sola las adversidades de la vida y antes de levantar la helada, ordenó a su hijo mayor que liderara el pequeño grupo. Al frente y a pesar de sus diez años, Federal, nombre que era un seguro homenaje a Gumersindo Saraiva y sus hazañas en Río Grande, patria de Aparicio Porto y de Isidora, asumió la tarea corriendo bien adelante con los ojos vigilantes puestos en el horizonte. La carretilla avanzaba presurosa al mando de Isidora, chicoteando las riendas en la grupa del noble zaino que, azuzado con silbidos largos y un amague de rebencazo de vez en cuando, troteaba seguro por caminos archiconocidos, hacia Sarandí de Arapey o quizás Mataperros. Al lado y atrás de la carretilla, medio corriendo, medio caminando, iban Maneco y Marcelino y acomodadas en la tabla del pescante junto a Isidora, Palmira y “Biquinha”, la menor, que ese octubre llegaría a sus cinco años y que arrimadita a su hermana, apretaba junto a su pecho la muñeca de trapo para atenuar el frío que la helada, al levantarse, repartía por todo el campo. En un día apenas iluminado, los restos de la escarcha, lejos aún de derretirse, se les meterían en los huesos.

“Biquinha”, porque aún no tenía la idea de proceso con la que el tiempo está formado, o porque se durmió abrazada a Palmira, perdería la noción de las horas transcurridas, hasta que un trueno distante la sobresaltó. Raro, no sabía de tormentas que se avinieran con aquel sol que ahora le caía sobre el sombrerito de tela, ni con el cielo bien azul, que le dejaba ver hasta más allá de los cerros. El trueno se repitió una, dos y varias veces más. Como tampoco sabía de las sorpresas que suele dar la vida, miró interrogante a su madre justo cuando Isidora apretaba los labios y hacía sonar más fuerte las riendas en el lomo del zaino. Cuenta la historia que, pasado el mediodía y muy cerca de la ruta agreste que recorrían la carretilla y el pequeño grupo, comenzó la última batalla de la Revolución del Cuatro, con una carga arrolladora de los blancos que puso en fuga al ejército colorado. Aquellos “truenos” habían sido en realidad el estruendo del tren de artillería gubernista y la respuesta blanca con su único cañón Canet.

Alrededor de las cinco de la tarde, Aparicio, ya seguro de la victoria pues tenía diez divisiones que no habían entrado aún en la lucha y que rematarían al ejército enemigo al día siguiente, se había recostado sobre la derecha de su ejército tratando de ayudar a Viramonte, que valiente como siempre, andaba a las apuradas peleando en el corazón de los contrarios. Montado en un tostado, poncho y sombrero blancos, blanco inconfundible en el doble juego de palabras, tal cual lo había hecho desde Passo Fundo a Tupambaé, se acercó para dar valor a sus hombres. Prescindente de la cercanía de las ametralladoras enemigas, sin temor y lleno de coraje, se acercó demasiado a la línea de fuego. Lo acompañaban sus ayudantes: Eustaquio Vargas, su abanderado Germán Ponce de León, con la bandera desplegada, el Capitán Urtiaga y su hijo Mauro. De pronto el tostado dio un brinco fuera de ritmo, el General acortó las riendas, de inmediato otro brinco. Herido por un rebote de proyectil en la paleta, el bruto se encabritó. El tercer disparo hizo llevar a Aparicio la mano a la cintura. Sus ayudantes se dieron cuenta y se le aproximaron: “No es nada”, dijo, pero a poco se dobló sobre la cruz del caballo e intentó desmontar, sin éxito. Un certero tirador, quizás de élite y destacado al efecto, hizo ingresar la bala de máuser Dovitis, cerca del riñón, lo destrozó y desgarró tejidos e intestinos, antes de salir por el abdomen. Una herida terrible y a la postre mortal. Desmontado, lo tendieron sobre un poncho y cojinillos y lo recostaron sobre las piernas de Arrillaga, pero aunque pálido, se levantó igual, ayudado, para recibir de pie al preocupado Estado Mayor que llegaba con el Coronel Gregorio Lamas a su frente: “Mañana Ud. me los corre”, fue la última orden de Aparicio. De inmediato se decidió sacarlo del escenario de guerra y en una improvisada camilla, con dos lanzas y maneadores en forma de parihuela, al modo de una sopanda, lo llevaron rumbo a la frontera. Aunque él ya no lo vería, sólo fogonazos esporádicos relumbraban a sus espaldas en la penumbra; los colorados, ya casi sin municiones, habían cesado el fuego.

El legendario guerrillero, abatido por la inevitable peritonitis, moriría a las 13.30 del 10 de setiembre. Era un día como hoy hace noventa y cuatro años, a 25 quilómetros de Masoller, en territorio riograndense, en la estancia de doña Luisa Pereira de Souza, madre del Coronel Joao Francisco, el rival de la gesta federal del 95 en la que Aparicio se hiciera General, para tomar el mando luego de la muerte de su hermano Gumersindo. En la cómoda hacienda había sido atendido solícitamente y alojado en una de las mejores piezas de la casa; lo asistieron infructuosamente entre otros, los doctores Lussich, Trotta y Martínez. “Que no se enteren los compañeros”, había sido su preocupación al abandonar a disgusto el escenario de la batalla. Pero conocida la noticia de su final, la ausencia del Caudillo fue insoportable para aquellos viejos guerreros: sin él no había objetivos, no había rumbo, tácticas ni estrategia; sobre todo no había alma insuflada por el recorrido del líder por el campo de batalla, en su tostado y con la bandera blanca a su lado. Un ejército saravista sin Saravia era inconcebible: los blancos cayeron en la desinteligencia y el desaliento y fueron “derrotados por un ejército que huía”.

En Sepulturas, Río Grande, Brasil, era la una de la tarde del día once de setiembre de 1904. Las campanas del Templo de Dios de la frontera norte, con sus badajos cubiertos de lonas, doblaban a duelo por el funeral. “Biquinha” no las sentiría, pero Isidora pudo presentirlo en los ojos de aquel grupo de hombres que asomándose al patio del humilde rancho, sin duda venía de la guerra. “Mataron a Aparicio”, anunció uno de ellos como justificando su retirada. No hubo muchas más palabras, un poco de agua, algo de charque y enseguida la partida se fue, silenciosa, en un trotecito corto, tristón, abatido por el ajo de la muerte atravesado en la garganta. Paradita junto a la manguera de piedra, recostada siempre la muñeca junto a su pecho, “Biquinha” los vio irse. Allí se quedó mirando, contagiada de pena, cómo se perdían en la distancia al doblar la pestaña del cerro. Luego, como todo niño de esa edad, simplemente volvió a sus juegos.

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Durante el invierno, por las noches, la cocina, calentita por el fogón de leña primero y carbón después, nos reunía para la cena y la sobremesa, mientras se lavaban platos y ollas. En esos momentos, ya casi con el ensoñamiento de una cama abrigadita por la bolsa o el porrón, según le tocara a mi hermana más chica o a mí, se me ocurría siempre preguntarle a mi madre, cuánto más atrás iba en su memoria y que ubicada ya en ese lejano pasado, algo rescatara para el cuento de esa noche. Desde luego ambos sabíamos de antemano que realmente, para mí, lo importante era que volviera a contar aquella pequeña anécdota personal de su niñez, entreverada entre las miles de vicisitudes secundarias de la guerra civil, para poder así enriquecer el recuerdo con nuevos detalles.

Desde entonces, como complemento mágico de ese ejercicio de memoria, cierro los ojos y veo clarito a los gauchos de Aparicio: peleando en grupos o mano a mano, a lanza, cuchillo, a balazos a quemarropa, a boleadoras o a trompada limpia; y un poco más allá, arracimados junto a una carretilla, a mi abuela, la hermosa pardita Isidora, apurando al zaino, a mis tíos Federal, Maneco y Marcelino medio caminando, medio corriendo a su lado y apretujadas entre sí, a mi tía Palmira y a “Biquinha”, mi madre, aferrando su muñeca y confundiendo el ruido horroroso de la guerra con el anuncio amenazante de la tormenta. Repaso en mi propia memoria esas noches y me pregunto ahora ¿qué quedó de todo aquello? ¿en qué lugar de mi vida se ubica el pequeño episodio épico que a mi requerimiento relatara mil veces mi madre?. Envuelto en el ambiente espeso de las decepciones políticas, erradicada hace ya mucho tiempo la raíz blanca de mis convicciones básicas, además de mi nombre que llevo con orgullo ¿qué hilo sutil liga mi existencia con la jornada heroica y trágica de Masoller?. Y es evidente: el cantito arrastrado desde mi infancia con el que por las mañanas despertaba a mis hijos para ir a la escuela, la búsqueda de referentes históricos confiables, y esa expresión que me fluye involuntariamente cada vez que en rueda de comadres se anuncia la llegada de un nuevo niño en la familia; mientras aquellas ruegan a Dios que lo haga grande y sano, una voz que viene de muy lejos, querida, materna, musitada por lo bajo al oído, me ordena agregar, cambiando algo la frase que fuera de orden en la campaña después de la inolvidable carga de Arbolito: “Y valiente…., como los hermanos Saravia”.



Publicado originalmente en Diario “Cambio” de Salto; 10/9/98 y 3/9/04

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